domingo, 20 de febrero de 2011

Irene Sánchez Carrón habla sobre las revoluciones acaecidas en Túnez, Egipto y que están reproduciéndose en el resto del espacio musulmán .

La escritora de Navaconcejo (Valle del Jerte) Irene Sánchez Carrón ha escrito la siguiente columna en el diario Hoy, que por su análisis correcto, desapasionado, certero, en el que creo coincidimos muchos, paso a reproducir.


 


En estas últimas semanas hemos brindado primero por Túnez y después por Egipto, por la obstinada contundencia con la que los acontecimientos se han ido precipitando hasta encontrar su cauce natural, por la inesperada claridad con la que a veces los pueblos escriben las páginas más hermosas de su historia. Estamos ante un proceso lleno de novedades y también de inquietudes. Siempre produce inquietud ver a tanta gente instalada en las calles y en las plazas, expuesta a la inclemencia de las balas enemigas (que nunca amigas), a la intemperie frente a las decisiones azarosas que el calor de los acontecimientos pueda generar. Es el desasosiego que provocan los que deciden colocarse en primera línea y se aventuran a perderlo todo, quizá porque sienten que no tienen nada que perder, quizá porque sabemos, por otras revueltas, que, llegado el momento, pueden convertirse en los 'Nadie' de Galeano y valer «menos que la bala que los mata».

Estamos acostumbrados a ver ríos de personas en las calles de los países de Oriente Medio. Los telediarios llevan años mostrándonos los estragos de los atentados en los lugares más concurridos y la rabia de las masas que portan en volandas los cuerpos sin vida de los suyos. Parece como si, tomando prestado el comienzo de esa inmensa novela que es La vorágine (1925), en esta zona del mundo los ciudadanos hubiesen decidido jugar su corazón al azar y lo hubiera ganado sin remedio y para siempre la violencia.

Sin embargo, las últimas revueltas nos han sorprendido con un color nuevo, el de la esperanza de un futuro mejor en democracia. Los ciudadanos han gritado las líneas de un guión que no estaba escrito. Ni Estados Unidos ni la Unión Europea esperaban las reacciones en cadena de las últimas semanas. Prueba de ello han sido los comunicados vacilantes, e incluso contradictorios, de los enviados a la zona. Los analistas no han analizado, los servicios secretos parece ser que no han alertado y los mediadores no han allanado camino alguno.

Occidente, que no puede colgarse ninguna medalla, sí puede aprovechar los acontecimientos para reflexionar sobre cómo actúa en sus relaciones con el resto del mundo, en cómo antepone sin pudor los intereses políticos y económicos a las exigencias básicas de libertades y de democracia. Reconozcamos que Mubarak, ahora abominable dictador, ha sido considerado durante mucho tiempo como el menor de los males posibles, el árbitro de la paz con Israel y se le ha recibido en las instituciones internacionales con la aquiescencia de nuestros mandatarios. Nada nuevo bajo el sol. Se trata de la tibieza con la que siempre actuamos cuando nos conviene, de la misma manera que nos convienen las buenas relaciones con otras dictaduras o, en otro orden de cosas, los paraísos fiscales.

Los profundos analistas y los políticos juiciosos explican las razones de todo, pero para el hombre y la mujer de a pie el modo de actuar de la alta política, a veces de tan poca altura, no siempre resulta comprensible. Si libertad y democracia son nuestros principios, significará que por ahí deberemos comenzar nuestras relaciones o, al menos, en algún momento, habremos de poner el asunto sobre la mesa. Sin embargo lo que vemos aquí y allá es que quienes nos representan se pliegan a todo tipo de exigencias (véanse los últimos viajes de dirigentes chinos o la visita de una delegación del Congreso, encabezada por el presidente José Bono, a Guinea), de manera que el cuento parece que se vuelve del revés y, como en el poema de José Agustín Goytisolo, el lobo es el bueno, el príncipe el malo y el pirata el honrado. Las razones que se alegan son siempre parecidas: ayudar al pueblo, independientemente de quien lo rija, e impulsar las reformas con nuestro acercamiento. Pero no sabemos a ciencia cierta si en esos viajes de tan apretadas agendas económicas queda tiempo para mostrar nuestra posición en el asunto de los principios, que incluyen el rechazo sin ambages a cualquier tipo de tiranía.

Todo el mérito de lo sucedido en Túnez y en Egipto corresponde a los miles de pacíficos ciudadanos que, de pronto, se han levantado y han conseguido cambiar nuestra fotografía del mundo islámico, tan distorsionada por la continua presencia en primer plano de los sectores más radicales y violentos. Precisamente, aunque lo que toca por ahora es recibir con esperanza la marea reformista que va de país en país, el temor está en el número de adeptos que puedan captar estos movimientos extremistas.

Las noticias que tenemos hasta el momento nos hacen creer con más fuerza en la existencia de una población que persigue los mismos derechos y libertades que nosotros, capaz de enfrentarse a un dictador que ha gozado, nos guste o no, del respaldo del democrático mundo occidental. Hemos escuchado a periodistas y analistas tunecinos y egipcios pedir una transición como la española. En mi opinión, estas poblaciones han ofrecido un ejemplo de dignidad aún mayor, ya que, como dejó escrito Francisco Umbral, nosotros matamos a nuestro dictador 'de muerte natural'. Ellos no han querido esperar tanto, ni siquiera hasta septiembre, como pretendía Mubarak.

De manera que no han sido los altos políticos sino el pueblo en la calle el que ha mostrado que puede haber otros caminos posibles, en paz, con tolerancia, sin intervencionismos ni injerencias. Queda por ver el recorrido. Al menos merece la pena intentarlo.


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