sábado, 6 de noviembre de 2010

Manuel Azaña. Discursos políticos y Ensayos (Lecturas)


Si desentrañar la política republicana es una pasión, este libro se constituye en fundamental. En él se recogen los discursos políticos del que fuera Jefe del Gobierno y, posteriormente, Presidente: El alcalaíno Manuel Azaña. La antología la realiza Federico Jiménez Losantos, personaje conocido tiempo después por ser locutor radiofónico un tanto controvertido. El prólogo, que debió ser escrito en un época de descubrimiento - por parte de la derecha española del político complutense-, advierte del patriotismo y el nacionalismo de Manuel Azaña: Vázquez Montalbán nos recuerda, en su libro la Aznaridad, como José María Aznar, en esa fase donde parecía querer olvidar la camisa azul de sus años mozos en la UCM, decía admirar y leer a Manuel Azaña. No sé si fue Losantos quien le recomendó la lectura en ese giro a lo liberal que quería dar la antigua Alianza Popular de orígenes franquistas. Como si el vuelo de la gaviota fuera algo más que en realidad no fue: todo un cambio ideológico. Sin embargo, en el propio prólogo, que parece comedido, finaliza desbarrando, atacando a los nacionalismos que no enarbolan la bandera española monárquica y, !agárrense!, poniendo como ejemplo el nacionalismo azañista como ejemplo de españolidad. Señor Losantos: el nacionalismo de Azaña no era precisamente el representado por esa bandera que los nacionalismos periféricos tampoco quieren enarbolar. El giro a lo liberal suele ser difícil cuando la camisa azul sigue oliendo por las axilas. En el libro se recogen, como digo, aquellos discursos más célebres del político y, por ello, aparte de su calidad literaria, que es excepcional, sirven para conocer cuál era la interpretación de los hechos políticos más importante de aquellos años, vistos a la luz de un personaje tan excepcional como denostado y desconocido. Los Ensayos también antologados son de una calidad impactante, en especial el que a mi parecer es una de las piezas literarias más impresionantes que he leído: "Tres generaciones del Ateneo". Pieza fundamental para entender como aquel intelectual, nacido de la sociedad civil, pudo llegar a las cotas políticas a las que llegó. Y es que yo creo que lo que hace que Azaña tuviera, y aún tiene, tan mala prensa por todos sus enemigos políticos es por un solo motivo: la inmensidad política de su figura. El político medio español, presente y pasado, queda a la altura del ridículo en su comparanza. Por ello no conviene dar pábulo a tan vesánica figura, no vaya a ser que se descubran las vergüenzas de tan ínfimos representante como pululan, por ser chicle en zapato de alcalaíno. Algunos no tienen reparo en reconocer que lo han leído, como en reparo tampoco tienen en decir que hablaban catalán en la intimidad. Si es cierto el sectarismo de Azaña -era un demócrata radical y un tantico soberbio - no menos cierto es que su talento era tremendo, tanto en el gobierno, mediante las leyes, como en las razones, esto es, en el discurso. Manuel Azaña gobernaba con leyes y razones, de tal modo que un régimen parlamentario, formado por coaliciones de minoría, se sintiése como pez en el agua. De ahí el conocido discurso para la aprobación del art. 26, donde consiguió, de golpe, dar impulso al texto constitucional al conseguir el punto intermedio entre socialistas y lerroxistas. Los discursos políticos dichos desde el gobierno son actos de gobierno. La clave de su habilidad discursiva - el mismo la señala- es como la emoción política. ¿Cuál es esa emoción política que bulle en sus venas? El problema de España. Tan típico de las generaciones del 98, pero que en un integrante de la generación del 17, como lo es Azaña, se plantea con la actitud de búsqueda de solución, de acción. Si la solución no es el preludio de la tragedia. Y la solución planteada por Azaña es la del liberalismo, largamente postergado. Un liberalismo que significaba gobierno de la sociedad civil; un liberalismo que implicaba la libertad del otro como única garantía de la libertad todos. El pirncipio moral de la "autonomía de la voluntad" ilustrada, tan poco, como mal comprendida, por los creadores de la moral teológica. Un castellano claro, preciso, de una sencillez superlativa, con un léxico apabullante, sin barroquismos, que hacía que todo español entendiese perfectamente que era lo que decía, hace que Manuel Azaña traspasase las fronteras de la ideología, que fuese admirado con independencia de partido -siempre de izquierda-, por parte del que le escuchaba. En sus discursos se trasluce una clara observación de los problemas y de la realidad, un conocimiento reflexivo sobre el pasado y un genio político tal que trasformaba las razones en acción política. SI algo le perdía era su radicalismo democrático, y una emoción tal por la revolución liberal, que en el XIX no pudo ser. Y si no pudo ser en el XIX tenía motivos de no ser: ni en el XIX ni en el XX. Estaba presente: Y si era claro que las órdenes religiosas hubieron de ser el freno, no menos lo iban a ser después. Ortega, cuyo conocimiento de la España parece muy por debajo del de Azaña, habló de las pólvoras que llevaba la constitución de 1931. Y llevaba razón. Si la España invertebrada es una divagación, que como nos recuerda Orwell, no sabe a dónde nos lleva este "espíritu elevado" que es el señor Ortega, los discursos y ensayos de Azaña contenían un certero y claro análisis; pero mucho más aún: sus discursos presentan una fina ironía erasmista que Azaña conocía muy bien. No en vano su padre, Esteban Azaña, había historiado la más de las erasmistas ciudades españolas. La ciudad natal de Azaña. El sectarismo radical democrático, la ironía erasmista, la precisión soberbia de un castellano hablado y escrito de modo difícilmente superable serían imperdonables por parte de sus enemigos. Sobre todo porque con esas armas quería coger el Estado y "triturar" el caciquismo de la faz Española. Acorralado por izquierdas y derechas intransigentes, Azaña sentía la emoción política en su seno: y esa emoción era del pueblo español. Un pueblo sojuzgado secularmente por cuatro caciques de pueblo que amañaban las elecciones. De tal forma que España era una ficción política. Dominada por el cura, el médico, el boticario y el alcalde - "los amos", que forman bandería políticas basadas en las clientelas- subvirtiendo un orden liberal, que nunca fue, y que rodeaba la Europa del XIX, con las nuevas y viejas nacionalidades que se iban gestando. Y que en España significo un pacto pacato entre dos Españas que no representaban otra cosa que la ficción de la Restauración. En 1923 escribe Azaña un irónico artículo: caciquismo y democracia. Aquellos dos años que van desde el 14 de abril de 1931 a noviembre de 1933 un hálito de esperanza cruza la vieja geografía española. A partir de aquella fecha se desvanece. Las derechas católicas, organizadas pueblo a pueblo, región a región, de obispado a obispado con una finalidad precisa: Rectificar la república, volver al antiguo sistema. El sistema donde "los amos" volvieran a tener "criados". Esa España mía, esa España nuestra. Si el enconado anticlericalismo que se plantea en aquella España es el germen de un conflicto, no lo es menos el acerado clericalismo que, en sentido contrario, se arma, con razones, sin razones y en todos los sentidos. No menos cierto que es un sentido secular ese punto intransigente de Manuel Azaña, en el que se encuentra en la raíz española. El Lazarillo, El Erasmo que circula en las faltriqueras, aún lado. Y el cura trabucoide, de otro, que organiza las partidas contra el invasor francés desde las sacristías, y prepara la pólvora contra todo aquello que representa la modernidad y el liberalismo. Francia era la patria de Descartes, lugar donde Dios dejó de pensar al Hombre. Lugar donde el Hombre empezó a pensar a Dios. Y Azaña era un francófilo. No era, como pensaba Unamuno, que España era más africana que europea. Era otra cosa: España era el bastión de la catolicidad. Y un régimen que no era católico, que no era católico en su fundamento político, cual es el principio ilustrado de la soberanía nacional, era demasiado áspero, demasiado de todo, para aquellos que pensaban que la soberanía residía en Dios, y en el pacto monarquía-Iglesia. En especial era demasiado para aquellos que había gobernado nuestros pueblos: el Cura, el boticario y el alcalde que, tiempo ha, se apoderó de los comunales y los pastos.

1 comentario:

Anónimo dijo...
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