martes, 21 de octubre de 2008

Una fosa entre los piornos




Es un hecho significativo el siguiente: los cerebros lavados abundan. Las cabezas mondas y lirondas llenas de mentiras, de falsedades, de interesados mensajes, de oprobiosos valores y de sentencias morales deplorables son legión. Unida a tal reflexión, a redoble, se añade lo que sigue: Impera la amnesia colectiva. Amnesia interesada, abominable. Castración colectiva. Se ha tratado por todos los medios de inocular a generaciones enteras el adocenamiento vergonzoso, persistente, atroz, tras el conflicto bélico civil español. Un silencio como los asolados y fríos páramos castellanos. Son nuestros males castizos, que perduran. Es hora que reflexionemos, desde un plano ético, estético, moral sobre la singular batalla contra los molinos de viento de un singular idealista: el Juez Garzón. Todo lo estético que pueda ser una fosa común. Todo lo estético que pueda ser una reflexión de Jung. O de Kubrick. Hace tiempo que escribí un artículo para un periódico sobre este caballero de la justicia. Hoy me reitero. Muchos españoles hemos sidos herederos directos de épocas ominosas. Unos lo fueron de la Restauración. Otros lo hemos sido del franquismo. Franquismo que colea, como lagartija, a la sombra de la enciclopedia Álvarez. Generaciones de españoles a los que se les engañó, se les mintió, se les ocultaron verdades sabiendo lo tiernos que son los niños. No es dudoso afirmar que por aquellos tiempos por el aire revoloteaba la adultera inmoralidad: civil y política. Aquellos males son aún hoy día más que visibles. Ojeemos los periódicos. Oigámosles: Se encuentran en La Razón, en el ABC, en el PP. “Si aguardamos un poco – nos espetaba Ortega – llegará la historia con su divina capacidad de trasfigurar las cosas poniéndolas en su debida perspectiva”. Pero llevamos demasiado tiempo esperando. Dos generaciones de cerebros lavados son muchos cerebros. Muchas gentes. Muchos borregos, algunos inocentes de su borreguez. Otros no. Una España oscura: una España de boinas, de trochas, de tenderos, de orden, de curas, de mulos. De falsas águilas en verdad despeñadas. De odiar al campo, equivocando el odio. Lo que se odiaba era la miseria. Silencio. Tiempo de silencio. A los españoles se les ocultó una guerra. No es extraño, por tanto, que algunos no quieran abrir heridas, en la política interesada por velar con mentiras y con tierra lo que aquella sinrazón fue. Los tecnócratas del Opus, tras los planes de estabilización de 1959, ofrecieron una coartada de desarrollismo para añadir humo a una guerra, para ellos periclitada, por ganada. Una guerra de hermanos contra hermanos, les contaron los salva-patrias: los de la Victoria. Sin embargo, en este país, y no hace tanto, se mató por política – la ciencia de la convivencia-. Y la cosa no es baladí. En un pueblo alto, cerca del cielo, el más alto de Extremadura aconteció un hecho para mí significativo. No tanto si las lagrimas de una madre no hubieran estado a punto de rodar. Todo aquello, hasta ahora, se había contado como una anécdota familiar, sin aparente trascendencia. La interesada ignorancia velaba los hechos para no interpretarlos como debían. Los recuerdos eran más agradables: son de escuela nacional-católica, de maestros en mesa camilla con brasero, a regla y palmeta y canción de cara al sol a la entrada de clase. La anécdota se trasforma en historieta. Pero no lo fue. Fue algo más serio. Corre el año 1936, en época de carnavales, y un señor labriego, con varios hijos pequeños – y en especial una niña, la más pequeña y pizpireta flor -, se disfraza de Azaña. Yo soy Azaña, reza en un cartel que se pega al cuerpo. El Frente popular había ganado las elecciones. Hoy yo lo sé: no estudié, por suerte, la enciclopedia Álvarez. Quien me refirió esta historia, si que estudió con aquel libro que no nació para ser libro y, por tanto, lo ignoraba. Poco tiempo después aquel labriego y a su hijo mayor le obligan a cavar una tumba. La suya propia. Aquella niña pequeña es testigo de la escena. El delito del labriego era el de ser de izquierdas. Por suerte no se cumplió la pena capital , pese a tener ya sus pies dentro de una tumba. La que bien pudo haber sido una fosa perdida en perdidos pueblos de España. Una tumba al lado de unas matas aceradas y oscuras, al frente de unos piornos, junto a un barranco de un día límpido. Es posible que los llantos de aquella niña flor, que vio las carabinas apuntando a su padre y a su hermano, apaciguasen a sus vecinos que hacían ademán de verdugos. No lo sé. La niña flor fue pragmática: con los años se volvió de parte de los que apuntaban. Su hija, casi también. Sino fuera porque, quizá, se dio cuenta que su abuelo pudo haber sido un desaparecido de los que ahora buscan, en una zanja perdida en un pueblo perdido de España. Una lágrima rodó. Era su abuelo, el que ella conoció; cuando ni ella, ni él, pudieron no haber existido más allá de 1936. Por fin reconoció una cosa: por fin entendió la cruzada idealista de Garzón. Y la gente de la que hablo son gente cercana, de aquí; gente sencilla e inocente.

1 comentario:

paredes dijo...

Esa historia que cuentas( por suerte y me alegro) aunque triste y cruel, no tuvo el trágico finalque tuvieron cientos de miles de personas por el mero hecho de no pensar como los "gloriosos vencedores".