jueves, 7 de agosto de 2008

Paseando por la escuela de Atenas



La filosofía, es sabido, no es realmente el título académico ni los estudios que se imparten en facultades y escuelas. Vivir como filósofo es optar por un estilo de vida: es una decisión moral. Desde tiempos antiguos esto ha sido así; vivir como filósofo hoy en día en nuestro mundo se hace realmente difícil, sino imposible, o de locos, como veremos. La filosofía, repito, no es un cúmulo de conocimientos o una sabiduría almacenada: tiene más que ver con una actitud que con unos conocimientos. Por ello, no es necesario viajar al pasado y revistar lo que los antiguos filósofos clásicos escribieron; ni zarandajas, ni notas al pie de página. Ya lo dijo Cervantes para su Quijote. Los personajes cervantinos tienen más de filósofos que la caterva de egresados ciruelos que salieran de las aulas salmantinas o complutenses. Letrados no eran, no: figúrense, si no, a Sancho, que por no saber, no sabía leer o escribir. Pero Sancho, como Don Quijote, buscaban un objetivo: ser justos en sus acciones. No son los libros, repito por tercera vez, lo que hace al filósofo filosofo lo que lo hace, a quién lo es, es querer llevar una vida de búsqueda del bien y la verdad. Así, como suena. Yo creo que pensamiento más loco no puede haber en el mundo. Los filósofos, creo, se terminaron en la antigüedad clásica. Hacer renacer la actitud de esos tiempos de gloria, no sabemos en el fondo si legendarios, fue lo que trataron de hacer los personajes Cervantinos, que vivieron como filósofos. Estoicos las más de las veces, es cierto; pero sabios, al fin y al cabo, por su actitud. Si ya por los tiempos herrumbrosos de la edad de oro llevar a cabo esa actitud vital de búsqueda de la verdad y del bien llevaba aparejado el calificativo de “locura”, ¿cuanto más lo puede ser hoy?. Hoy ya no es de locos, es casi imposible. Aunque haber, los hay. La figura imaginada por muchos, es cierto, del estudiante de filosofía de hoy en día es la de, en el concepto nacido hacia la década de los 60 del siglo XX, la de “la contracultura”, lo más parecido a un hippy, el que se bañaba en el barro de Woodstock, y esa imagen ha llegado a muchos; cosa que no es del todo cierta: si la búsqueda no es de una buena vida, de pegarse la vida padre, bajo los ideales de búsqueda de lo que es justo no se es un filósofo. Para ser un filósofo se necesita un muy importante requisito añadido: la libertad. Sin ella, el filósofo, no lo es. Pero ¿Es realmente posible la libertad? Y yo contesto que sí. Pero, la libertad es un atributo de unos pocos elegidos o, más bien, un atributo de unos pocos que eligen el camino de la libertad. Camino difícil y lleno de espinas. Camino complejo si tenemos en cuenta que la vida, la “realidad radical”, como quería Ortega, consiste en un continuo proceso humano de lobos hominem ad homine: El que coge la sartén por el mango, el que evita que se la cojan, el que arrea el sartenazo, y el que, indefectiblemente, recibe los palos. Elegir y encontrar el camino hacia el lugar donde la sartén no te aporree la cabeza es muy difícil: de tal modo ¿Puede ser filósofo quien no tenga medios económicos suficientes como para no depender de nadie? Para ser filósofo se necesita independencia económica e incluso diría, ser elegante: esto es saber elegir. El más insigne filósofo español, Ortega, no era de los que se caía en los pozos mirando la luna; era un burgués, bien vestido y liberal. Así que deshechemos la idea de que el filósofo es un harapiento: aunque es cierto que Diógenes era un ejemplo diferente. La moral del Epicuro tampoco estaba mal, por cierto. Pero repito, la decisión de ser un filósofo y, además, conseguirlo esta vedado a muy pocos: puesto que es una vida exlusiva de hombres -o mujeres- excelentes.

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